lunes, 26 de julio de 2010

Malos Recuerdos

Cierto día de julio, una tarde, para ser exactos, caminaba por la acera un joven de 20 años, de estatura media. Al parecer llevaba algo de prisa y le urgía entregar alguna especie de mercancía o encargo que llevaba en un morral de color café, el cual colgaba de su hombro derecho. Caminaba con premura en una de las calles mas transitadas del centro de la Ciudad de México. Dirigiéndose al zócalo, miraba los edificios enormes y las tiendas que se veían más llamativas, algunos bares y restaurantes del lugar y uno que otro ambulante, de esos que piden limosna por algún espectáculo callejero.

De pronto, mientras caminaba, observó a una muchacha que vestía de dorado, simulando ser una especie de hada. Estaba inmóvil, esperando a que alguno de los transeúntes le arrojara una moneda a la cajita que tenía puesta en el suelo. Portaba una mascara con diamantina y llevaba una varita con una estrella en la punta. Por alguna extraña razón, nuestro personaje tomó una moneda de dos pesos de su bolsillo y la arrojó en el interior de la cajita que estaba en el suelo. Al caer en la caja y hacer ruido, la muchacha se movió congracia, haciendo ademanes con las manos y moviendo su cuerpo lentamente y con finura. Le extendió una bolsita de color negro, para que él tomara algo de adentro. El chico extendió la mano y hurgó dentro de la bolsa.

Al sacar su premio, que era una cápsula como esas de medicina pero con un papelito enrollado adentro, le dio las gracias a la chica y se fue. La muchacha volvió a moverse con gracia y adoptó otra posición de inmovilidad, simulando ser una especie de escultura.

El chico retomó su caminata y, mientras caminaba, abrió la cápsula para ver qué contenía. Era un papelito finamente enrollado. Tomó el papelito y lo desenrolló. El papelito tenía una frase que decía lo siguiente: “Ni siquiera Dios puede cambiar el pasado. Los recuerdos no pueblan nuestra soledad, como suele decirse; antes al contrario, la hacen más profunda. Los hombres pasan, los recuerdos quedan, como quedan las obras de los que algo hacen”.

Después de leer esta frase, el muchacho se quedó pensativo. Se detuvo un momento para mirar el cielo y después reanudó su caminata.

Mientras caminaba comenzó a pensar en el encargo que tenía: ir a entregarle a uno de los clientes de su padre un anillo antiguo. Era sencillo; conocía el punto de reunión, el precio acordado, el nombre del cliente… nada que no hubiera hecho antes. El despacho de su padre estaba ya a tan sólo unos pasos y unas cuantas escaleras. Entró en el edificio y comenzó a subir las escaleras rumbo al despacho de su padre, donde seguramente el cliente ya esperaba ansioso. Estaba cinco minutos retrasado, pero eso no era problema, además el metro había estado parándose bastante.

Al llegar al despacho estaba el hombre esperándolo, junto con un acompañante. El tipo tenía en la cara un semblante malhumorado, al parecer no había tenido un buen día. Cuando nuestro amigo se presentó ante su cliente, éste último lo reprimió con un regaño.
“La impuntualidad es una muy mala costumbre señor, he estado fuera de casa desde las 10 am, ¿usted cree que tengo mucho tiempo para perder o qué?”, le había dicho el hombre un tanto exaltado. El chico solo se defendió explicando que no tubo un buen día (en realidad estaba bastante estresado). En la mañana había peleado con su padre, salió de su casa estresado, todo el día estuvo en la calle, llovió como a eso de las 12 y se mojó. No había comido, le dolían los pies y esa herida que tenía desde hace una semana le estaba molestando. El metro se detenía constantemente y en el vagón tubo una pelea con un tipo que lo empujó violentamente. Nada que un chico normal de la ciudad de México no esté acostumbrado a padecer, pero hoy era diferente.
Algo en su cabeza se estaba retorciendo y despertando.

Cuando la transacción terminó, después de un intercambio incomodo de diálogos (en su mayor parte regaños e indirectas y expresiones de desprecio hacia el chico por parte del cliente), el chico se despidió lo mas cordial y amable posible, pero el cliente no reaccionó de la misma forma.
Éste le dijo al joven que era un incompetente, inútil y que su padre era solo un pusilánime que no sabían en realidad el importantísimo cliente que acababan de perder por la falta de puntualidad del muchacho. En realidad las palabras del cliente habían sido otras, mucho más agresivas de lo que puede imaginarse. El chico se sintió profundamente ofendido y reaccionó con violencia contestando de forma descortés e irrespetuosa los insultos de aquél que le llevara unos 20 años de edad. No se debe faltarle al respeto a los mayores pero en este caso él empezó.

De pronto el muchacho sintió algo dentro de sí, unas ansias de mirarlo fijamente a los ojos; y así lo hiso. Hubo un momento de silencio, el acompañante del cliente no hacia nada más que mirar. Cuando el lazo entre ellos dos se había roto, el cliente, de extraña manera apaciguado, pidió a su acompañante la pronta retirada. Y así, sin despedirse, el cliente y su acompañante se fueron del despacho.

Mientras el acompañante del cliente conducía la hermosa camioneta, el hombre pensaba profundamente en su pasado…
Se miró a si mismo cuando tenía 11 años, en ese departamento que tanto odiaba compartiendo la vivienda con sus 4 hermanos, su madre y su padre. Su padre… cómo lo odiaba. Recordó la vez en que lo castigó con un cable por no haber llegado a tiempo a casa, después de haber estado jugando con sus amigos en el terreno baldío donde vivía. Le había hecho algunas heridas grabes, que su madre curó con amor después del terrible castigo.

Pensaba en silencio, con la mirada perdida. El chofer del hombre anunció que habían llegado a su casa y éste sin decir palabra bajó del auto y se dirigió a la puerta. La camioneta se alejó, el hombre busco las llaves y abrió la puerta. Entro en su casa y se dirigió a la sala a prepararse un vaso de whisky, lo hiso y se sentó en el sofá, frente al televisor que estaba apagado. No había nadie en la casa, su esposa y sus dos hijos habían salido de vacaciones. Se miraba a si mismo fijamente en el espejo negro formado por la pantalla del televisor. Pensaba en su pasado, pero todo eran malos recuerdos.

Recordó cómo su padre violaba a su madre enfrente de él y su pequeño hermano, los otros dos eran bebes, estaba en la cuna, llorando, gritaban fuertemente al igual que su madre cuando la golpeaba su padre para someterla. Él y su hermano se ocultaban debajo de las cobijas, abrazados, llorando en silencio mientras escuchaban los gritos y el tumulto que se hacía dentro de la casa, a altas horas de la madrugada donde se supone todo debía ser silencio. El ruido de los gritos, los golpes y gemidos obscenos y animales de su padre no eran un sonido común sino que le destrozaban el alma. Su hermano aun era demasiado pequeño para comprender, pero él sabía lo que estaba sucediendo a todo momento. Al día siguiente parecía no haber pasado nada. Su madre, sumisa, hacía la comida con nuevos moretones en la piel y su padre, sentado y encorvado en la mesa, tragando como un cerdo, le sonreía al mirarlo entrar, le tocaba la frente con una ternura hipócrita y le sonreía para darle los buenos días.

Su mente seguía desenterrando cada vez mas y mas detalles, recordó como los bebes gemelos había muerto por negligencia de su padre, cuando los cargaba mientras lloraban y por accidente los dejó caer en la pileta de agua. De pronto sus ojos se abrieron como platos. No, no había sido negligencia, ahora recordaba bien como ése tipo había sumergido a los bebes hasta que dejaba de burbujear el agua. Su madre, al encontrar los pequeños cadáveres, lloró amargamente y creyó ciegamente la historia del perverso hombre, quien le dijo que habían muerto de frío. Él, siendo aún un chiquillo, no dijo nada presa del infinito terror que su padre le inspiraba. Creía que si decía algo, su padre lo mataría.

Se levanto del sofá, con un enorme nudo en la garganta, sin darse cuenta tiró el whisky pero no le importo, parecía estar atrapado en el pasado, subió las escaleras con los ojos inundados en lágrimas y se sentó a la orilla de la cama en su habitación, recordando todo. Recordó cómo su padre lo golpeó una vez que un abusivo en la escuela le había robado el dinero. El terrible hombre lo tomo de los cabellos y azoto su cabeza contra la pared varias veces hasta romperle un diente y la nariz, el chico suplicaba piedad, pero el hombre, encolerizado por pensar que uno de sus hijos era un “marica que no sabia defenderse” lo siguió azotando hasta hacerle perder el conocimiento.

El hombre estaba ahora acostado en la cama, mirando al techo y llorando en silencio mientras su mente descendía en una espiral infinita hacia el pasado, hacia su terrible pasado. Abrió el cajón del buró que se encontraba al lado de la cama y extrajo una hermosa pistola, tan negra y cautivadora como las ideas que ahora rondaban peligrosamente su mente, suprimiendo su sentido común.

Al tocar el arma y mirarla tuvo el peor recuerdo de todos…

Estaba el jugando en el cuarto con sus juguetes, a solas. Su madre había ido a recoger a su hermano a la primaria. Él se encontraba solo, jugando e inmerso en un mar de imaginación y lindos pensamientos. Solo, así le gustaba estar, con sus juguetes, sin pensar en las terribles cosas que taladraban su cabeza a diario. De pronto escucho el azotar de la puerta. Se estremeció horriblemente con el ruido y pregunto temeroso “¿mamá?”, pero ninguna voz le respondió del otro lado. El niño se levanto para asomarse pero antes de llegar a la puerta ésta se abrió violentamente dejando ver la silueta de su monstruoso padre que se tambaleaba. El hombre estaba ebrio y se acerco a su hijo lentamente para acariciarle la barbilla de esa forma hipócrita con la que siempre lo hacía. “Ven… siéntate conmigo hijo” le dijo su padre que se dejó caer torpemente en el piso, aplastando algunos de sus muñecos. El niño dudó un momento pero después la mirada de su padre lo hiso obedecer de inmediato. El niño se sentó, al lado de ese hombre gordo y maloliente.

Su padre lo abrazó, fue el abrazo más abominable que jamás sentiría en su vida. De pronto sintió su mano callosa en su barbilla, acariciándolo como siempre lo hacía, tratando de inspirar una confianza imposible y con la esperanza de rescatar un amor paternal que ahora estaba más que muerto, transformado en odio y aberración. Sin que el niño lo esperara, su padre lo jaló violentamente hacia su cara, dándole un horrible beso en la boca. El niño lo aventó violentamente y trató de salir corriendo pero su padre le gritó y el chico quedó paralizado. Volteó a mirar a su padre y éste cargaba una pistola de color negro en la mano. “No digas nada, o mataré a tu madre y a tu hermano, ¿entendiste?” Fueron las palabras que escucho salir de su horrible boca. El niño, sollozando, se sentó a su lado, y su padre comenzó a besarlo de una forma obscena y nauseabunda. Lo tocaba y trataba de meterle los dedos. Después de un rato lo tenía desnudo en el piso, y el chico lloraba mientras sentía la lengua de su padre dentro de sus intestinos. Al cabo de un rato el hombre horrible tenía al chico montado sobre él.

“Muévete, muévete mas fuerte y gime como la perra de tu madre, sabía que tu no eres mas que un maricón, muévete mas fuerte, ¿te gusta no?”, le gritaba mientras le apuntaba a la cabeza con el arma. El niño lloraba amargamente mientras sentía el terrible dolor de su esfínter desgarrándose. De pronto escuchó un ruido en la puerta: el sonido de las llaves. En ese momento pensó en la vergüenza que sentiría cuando su madre lo viera en esa circunstancia. Su padre quitó el arma de su cabeza y lo arrojó violentamente, después le dio un golpe con la cacha de la pistola en la quijada y le dijo que si algún día decía algo de lo que había ocurrido él lo mataría sin importar dónde y con quién estuviera. El niño sentía deseos de morir en ese instante, deseó que su padre hubiera jalado el gatillo mientras lo violaba pero tenía tanto terror de hacerlo enojar que no pudo hacer nada mas que obedecer sus horribles demandas.

Día tras día, después de ese terrible suceso, el niño buscaba desesperadamente la pistola de su padre por toda la casa con el afán de terminar con su sufrimiento y exterminar de un balazo los recuerdos que lo aquejaban, pero nunca encontró nada.

Ahora, 30 años después, con una pistola en la mano, por fin podría acabar con esos horribles recuerdos. Miraba fijamente la pistola, tan hermosa, tan sugestiva, tan prometedora. Era la solución definitiva a todo su sufrimiento, a años enteros de despertar a media noche con el eco de sus propios gemidos y los horribles sonidos que hacia su padre. Se puso el cañón de la pistola en la cien y jaló el gatillo. Un estruendo se escuchó en la casa y algunos pajarillos que estaban en los cables de alta tensión salieron volando. En ese instante pasaron dos cosas.

Una era que una mujer de 39 años había quedado viuda y un niño y una niña de 9 y 15 años respectivamente quedaron huérfanos, la otra era que en alguna parte de la ciudad un chico sonreía al tener un presentimiento satisfactorio y es que la mirada intimidatoria que le había propiciado a su cliente no había sido otra cosa mas que el despliegue de su increíble habilidad para matar a alguien resucitando sus malos recuerdos.






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Este es el segundo personaje de los que ya había hablado, espero les guste.

Bye!

martes, 13 de julio de 2010

El chico de negro.

Se escuchaban los pasos de una persona a lo largo de la calle oscura. El chapoteo de sus zapatos en los charcos que se habían formado en la calle hacía evidente su presencia. El alumbrado de la calle era muy pobre. La luz amarillenta y sucia de los focos apenas alcanzaba para distinguir siluetas a lo lejos, si a caso alguno que otro detalle de sus ropas. Muy por detrás de él se encontraba, agazapado en la penumbra de un puesto de revistas, un ratero, que aguardaba pacientemente la llegada de su víctima. Vio pasar, antes que él, una familia de dos adultos y dos niños, el padre llevaba a cuestas un enorme bulto. “Algo demasiado estorboso”, pensó el ladrón. Después vio pasar a dos personas, eran dos hombres maduros, casi entrados en la vejes, pero parecían no poder ofrecer un motín que valiera lo suficiente como para dejar su escondrijo. Después miró a nuestro hombre, un joven de 20 años de edad, vestía elegantemente todo de negro, con una enorme gabardina que lo protegía de la pertinaz llovizna, pero tenía un semblante profundo, triste. Un ramo de rosas era lo único que traía en la mano. “Es una buena víctima”; pensó el ratero, “Con algo de suerte traerá una cartera llena de billetes”.

Dejó que caminara una distancia razonable. Al ver que estaba lo suficientemente lejos como para no notar su presencia dejó su escondite y se acerco a él lenta pero incesantemente. Lo vio doblar a la derecha en la calle siguiente y ahí comenzó a apretar el paso. Al doblar a la derecha lo miró lejano, pero aun lo suficientemente cerca. Caminó mas de prisa, silencioso, años de práctica lo hicieron volverse hábil y caminar con sigilo, había hecho agujeros en sus zapatos para caminar sin hacer ruido. No le importaba qué tan mojados terminaran sus pies, llegando a su departamento se cambiaría las calcetas e iría a cambiar todo el dinero del prometedor motín por la droga que tanto amaba. Sus músculos se tensaron, la calle estaba completamente sola y la lluvia comenzaba a caer aún más fuerte. El muchacho seguía caminado rápidamente con la cabeza agachada, para que sus lentes no se mojaran aún más con la llovizna. El ratero metió su mano en el bolsillo izquierdo de su chaqueta, comenzó a hurgar, la navaja no le sería muy útil ya que el tipo era joven y podría ofrecer algún tipo de resistencia, decidió tomar mejor la nueve milímetros que tenía en el bolsillo derecho y le había quitado a un tipo que intento asaltarlo. Una pequeña sonrisa se figuró en su rostro, “ladrón que roba a ladrón tiene mil años de perdón”; pensó al recordar la forma en que obtuvo la pistola.

Mientras pensaba eso un gato negro maulló de entre un matorral que crecía en un enrejado de la banqueta, el ladrón se preocupó de que su victima notara su presencia por el maullido del minino, pero no fue así, el joven seguía caminando, al parecer el ruido de la lluvia impidió que el maullido, pequeño pero audible, se escuchara. De pronto, para sorpresa del ladrón, el joven dio un giro inesperado a la izquierda. “¡Bien!”; pensó el ladrón, “ahora es mío”. El joven había entrado en un callejón sin salida. El ladrón corrió velozmente para bloquear la salida del pequeño callejón que apenas medía 3 metros de ancho aproximadamente, sus paredes altísimas se alzaban siniestras hacia el cielo violáceo cubierto de furiosos nubarrones que dejaban caer el, ahora, fuerte aguacero.

El ladrón corrió velozmente y sus pisadas se hacían notorias, chapoteaban ruidosamente en los charcos de la calle, el ruido ya no importaba, su víctima no tenía escapatoria. Le apuntaría con la pistola y le quitaría el dinero para salir huyendo, si ofrecía resistencia le daría un tiro. Sonriendo, con el corazón latiéndole fuertemente empuñó su arma y la sacó de su bolsillo.

Adentro, en el callejón, el muchacho caminaba hacia enfrente. Las enormes paredes de ladrillo, llenas de tizne y musgo, tenían como único alumbrado un débil foco de la ventana más alta en la pared del edificio de la derecha, caminando hacia lo profundo del callejón. La salida, aparte de el retorno, eran unas escaleras de metal en forma de caracol que se alzaban hasta lo que parecía una salida de emergencia, casi en el ultimo piso del edificio del lado izquierdo. En lo más profundo del callejón sólo había un montón de bolsas, al parecer de basura, y algunos matorrales. Escucho a lo lejos los charcos chapoteando por los pasos de su asaltante. Sin dar la vuelta hacia atrás para mirar quién lo acechaba, sin alzar la cabeza que mantenía agachada desde hace rato, sonrío tenue y malévolamente en la penumbra de aquél callejón iluminado por un único y débil foco. Y así se hundió en la oscuridad, aparentemente para ocultarse de su victimario.

El ratero entró corriendo con la pistola apuntando hacia enfrente, pero no pudo pronunciar su amenaza. Se asombró al mirar que el muchacho ya no estaba. De pronto miró que una silueta humana se adentraba en lo más profundo del callejón, pero algo extraño sucedía. La oscuridad lo estaba absorbiendo, o el se estaba disolviendo en ella. Era algo que no pudo distinguir, pero pensó que lo único que quería era ocultarse tras el velo de las sombras para pasar desapercibido. Caminó hacia enfrente, decidido y con la pistola apuntando hacia la negrura. Dio unos cuantos pasos hacia lo profundo del callejón pero no podía distinguir aun nada. De pronto un miedo indómito se apoderó de lo más profundo de su conciencia. Apretó su arma con ambas mano y miró hacia atrás con el afán de salir corriendo de ese callejón.

Oscuridad, eso fue lo que miró a sus espaldas, donde apenas hacia unos segundos había una calle patéticamente alumbrada por la débil y sucia luz amarillenta de las lámparas. Como si alguna especie de muro hecho de sombras bloqueara la salida del callejón, se alzaba tan alto como las paredes del edificio, y las tinieblas comenzaron a reptar sobre las paredes de ladrillo tiznado, como si fuera alguna masa viviente de alquitrán. Se adentraban al callejón y él también, para evitar ser consumido por ellas, pero detrás de el ocurría lo mismo. Y ese zumbido, ese escalofriante zumbido que producía la oscuridad al abrirse paso por el aire que rodeaba el medio lo dejaba desconcertado. Las tinieblas lo estaban envolviendo.

Miró el muro de sombras y vio que de su seno emergían garras y tentáculos que se pronunciaban hacia él, de todas formas y tamaños, como si se tratase de un sinfín de criaturas impías que aguardaban deseosas en las sombras, cada vez más cerca, asomando sus miembros malignos con afán de alcanzarlo, pero la poca luz que aún existía lo protegía. Poco a poco los muros de sombras terminaron por centrarlo justo bajo el único foco que alumbraba el callejón y ahí se quedó, estático.

Pronto la débil luz del foco empezó a amainar cada vez más y más hasta dejarlo casi en la oscuridad más profunda. Escuchaba el murmullo de esas uñas afiladas sobre el piso y los ladrillos de las paredes, el rumor de aquéllos nauseabundos tentáculos que se retorcían impacientes en las tinieblas, arrastrándose cada vez más hacia él. Antes de que la luz se extinguiera por completo, el ladrón tiró su arma, víctima de un pánico de origen ignoto, no podía moverse y sus piernas no respondían a ninguna clase de estímulo. Lo único que podía pensar era que las sombras no se mueven como humo, no reptan como si fueran líquidos viscosos. “La oscuridad no puede moverse por si sola”, pensaba, con los ojos desorbitados y la boca entreabierta.

De pronto una voz, que provenía de todas partes y a la vez de ninguna, una voz cuyo impacto no se daba en los tímpanos, sino en lo más profundo del espíritu, le habló: “¿Has venido a desafiarme? ¿O a entretenerme?”. En ese momento el máximo terror se apoderó de su mente, resquebrajando todos los límites entre la cordura y la locura, sumergiendo su conciencia en el miedo más profundo e irracional. Ridículamente, lo único que pudo hacer antes de que la negrura absoluta se abalanzara sobre él, sumergiéndolo por completo en un oscuro vacío, fue sollozar un poco. Así, fue absorbido por aquélla oscuridad viviente y malévola, enloquecido por la sensación de flotar en un mar de tinieblas, horrorizado por el terrible e implacable zumbido que martillaba sus oídos, gritaba invadido por el pánico, desesperadamente.

De pronto sus gritos se apagaron. Un ruido obsceno, como el del crujir de un grillo al ser masticado, se escucho en lo profundo de ese callejón, de pronto el horrible zumbido que la oscuridad producía se detuvo, y lo único que se escuchaba era la caída de la lluvia en aquél lugar. El callejón se iluminó de nuevo, más rápidamente de lo que se había oscurecido, y de ahí salió un muchacho, de unos veinte años de edad, vestía todo de negro y llevaba un ramo de rosas, traía la cabeza agachada con un semblante profundo, como de tristeza. Dobló a la derecha y siguió su camino.

No había restos en el callejón, salvo unas gotas de sangre y una pistola tirada en el piso. El agua sanguinolenta que discurría del callejón hacia las coladeras se habría paso ávidamente por las fisuras de la banqueta y hacia un chapoteo horrendo al caer en las cloacas, como si alguna especie de malevolencia desconocida estuviese burlándose despiadadamente de aquél que fuese devorado por la oscuridad y cuya sangre ahora era lavada por la lluvia pertinaz de la ciudad de México.




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Bueno, éste es el primer mini-relato que escribo sobre una pequeña serie de personajes que he creado, esperen los demás.

Recibo comentarios y sugerencias! (Constructivos, no destructivos ¬_¬ ).

Ojalá les guste.

viernes, 2 de julio de 2010

Killer Instinct

Sonó la campana de la escuela justamente a las dos de la tarde. Había deseado escuchar ese sonido desde hacía horas que había llegado a la escuela sin muchos ánimos. Esa mañana, por alguna extraña razón, no quería salir de casa.
Recogí mis cosas y las guardé, me colgué la mochila al hombro y salí del laboratorio donde había tenido práctica de Química a la última hora.
Apenas salí del laboratorio cuando fui interceptado por mi amigo Carlos.
Conocía a Carlos desde que íbamos en primer semestre. Con el paso del tiempo se había convertido ya en mi amigo y solíamos salir todos los viernes a un bar o a un billar a festejar el inicio de fin de semana.

Ese día no tenía ánimos de ir a ningún lado, pero estaba dispuesto a salir tan solo por seguir con la tradición.
Al acercarse a mi, me pregunto que si ya nos íbamos, él, yo y otros dos compañeros (Javier y Oscar, creo) que también iban.
Como siempre, le pregunté que a dónde iríamos, al billar, al bar o a alguna casa a echarnos unos tragos.
Lo que me dijo fue que quería cambiar un poco la rutina y que mejor nos fuéramos a un club que estaba casi llegando al bosque de Aragón. Al escuchar eso, sentí una especie de mal presentimiento.
Pregunté que tipo de club era, y me dijo que era un lugar como para ir a tomar, jugar y demás, acto seguido, me dio la tarjeta del lugar.

“KILLER INSTINCT: PARA LOS QUE BUSCAN EMOCIONES FUERTES”

Miré la dirección, el nombre del club, y los costos. Después de eso accedí a ir con ellos.
En el camino avisé a mi madre que llegaría tarde sin dar una hora específica. Me sentía nervioso o incomodo o quizás angustiado, pero el horrible presentimiento no me abandonaba. Supuse que era algo normal, por el hecho de ser un lugar nuevo y salir de la rutina de todos los viernes.
Llegamos como una hora después de haber salido de la escuela. Los cuatro nos bajamos de la estación del metro, tomamos un micro que tardo 15 minutos en llegar, más que nada, por el tráfico en la avenida. Nos bajamos en la calle anotada y comenzamos a seguir el croquis de la tarjetita.

Caminamos muchísimo tiempo tratando de encontrar el maldito lugar, yo ya me había desesperado para entonces. Las callejas de esa extraña colonia estaban inusualmente intrincadas. Eran como una laberíntica maraña de callejones, vecindades y calles. La altura de dichos edificios era inusualmente lúgubre, lo suficientemente altos como para bloquear el paso del sol a las calles, dejando todo a merced de una penumbra siniestra provocada por dichos gigantes, lo suficientemente juntos como para hacer que uno se sintiese atrapado, asfixiado por ese ambiente denso e incómodo, lo suficientemente siniestros como para querer salir de ahí.

Las paredes de esos edificios tenían demasiada mugre, estaban grafiteadas con símbolos que no podía comprender, no eran tags tradicionales ni mucho menos arte, eran garabatos definidos que se repetían, como formando frases, símbolos, dibujos extraños... Y a medida que nos adentrábamos más al corazón de esa colonia, las cosas se tornaban aun más siniestras. Llegó un punto donde me pareció ver en la banqueta una silueta humana hecha de cenizas y hollín, y de inmediato imaginé que habían quemado a alguien ahí. Sentí miedo, y al dar un segundo vistazo, no se si por incredulidad o solo por coincidencia, miré un montón de cenizas sin forma (Pero yo estoy seguro de lo que vi al principio).

Uno de nosotros, mi amigo Miguel, opinó que debíamos largarnos de ahí, según él había visto cómo una persona, o lo que parecía ser una persona, nos vigilaba desde una ventana tapada con tablas y de vidrios rotos.
Al decir eso sentí un escalofrío, pues recordé que en todo el trayecto no vi a una sola persona en la calle, y todo estaba demasiado silencioso y tranquilo (fui un estúpido al no observar que no había un alma caminando por ahí salvo nosotros).

Entramos a lo que era un callejón sin salida, y al final de éste había una puerta de madera muy tosca, con el nombre del club tallado. El nombre del club era “Killer Instinct”.
Al irnos acercando miré asustadísimo las paredes de nuestros costados. Noté muchísimas manchas de color marrón, charcos y demás… “Es Sangre”, me dije a mi mismo en ese momento, mientras sudaba frío y me sentía pegajoso de sudor frío, tembloroso. Miré marcas de manos, chisguetes y demás, creí que lo mejor era retroceder, pero al querer hacerlo me di cuenta de que me perdería en ese maldito lugar, así que decidimos entrar.

“Toca tres veces”. Decía la tarjeta, al reverso. Mi amigo Carlos fue quien tocó tres veces.
Al cabo de unos segundos se escucho un forcejeo en la cerradura y acto seguido la pesada puerta comenzó a moverse, dándonos la entrada.
Un muchacho caucásico, de unos 18 años, de color de ojos claros nos recibió.
“Pasen, siéntense un rato en lo que le llamo al rata para que los deje pasar, ¿no quieren nada mientras? ¿Una chela o algo?”. El muchacho nos trató con una amabilidad reconfortante.
Pasamos a un lugar techado, había un viejo y polvoriento sillón en el cual nos sentamos, al fondo, un patio amplio, una fuente en medio y alrededor viviendas pequeñas. Deduje que era una especie de vecindad abandonada, pues todas las puertas, ventanas y demás estaban selladas con tablones.

Nunca escuche música ni vi gente en el lugar, sentía mucha desconfianza. Después de unos minutos, unos eternos minutos, nos hicieron pasar a un cuarto. El interior de éste estaba pintado de negro, y un foco en el centro del cuarto despedía una luz amarillenta y sucia, dejando al descubierto una mesa con instrumentos perturbadores. Al fondo de la pared había una puerta.
En pocos minutos todos comprendimos de alguna forma lo que sucedía.
“¡Vámonos wey! ¡Vámonos de aquí!” Gritaban todos a Carlos, como si él tuviese la forma de decidir, cuando en verdad ya no podíamos echarnos para atrás, habíamos llegado demasiado lejos.
“¡Elijan la que gusten! El juego empieza en un minuto, si no corren los veteranos los van amatar”, había dicho el chico que nos recibió.
Confundidos, asustados, con el corazón latiéndonos al mil, mi amigo Carlos eligió una barreta de metal, yo un hacha, Javier eligió un machete oxidado y Oscar eligió una cadena. Al cabo de un rato se comenzaron a escuchar tumultos en el otro cuarto, de pronto alguien gritó desde el otro lado “¡Cámara hijos de su puta madre, ya se los cargó la chingada!”. Al escuchar esto recordé en un instante la primera vez que me asaltaron… sentí un pánico abrumador que me tenso todos los músculos y de pronto la puerta fue abierta.

Tres tipos, todos encapuchados con pasamontañas, dos gordos y uno alto y flaco, y de aproximadamente 40 años de edad salieron a perseguirnos, nosotros corrimos despavoridos a la salida, al salir nos echamos a correr a la puerta principal, y pasamos por la fuente que había visto en el patio, ahí también habían manchas de sangre. El tipo que nos recibió nos apunto con una pistola. “¡De aquí no salen a menos que se lo ganen!”, nos gritó.

Rodeamos la fuente, a Oscar lo habían matado ya, le habían atravesado el pecho con una espada samurái. En ese momento empecé a llorar, de pronto me di cuenta de que tras de mi venia un tipo con una cadena, traté de esquivar el golpe que lanzo en mi contra y este acertó en la fuente, la bola de acero desprendió pedazos de roca que me lastimaron al volar y sin pensarlo traté de propinarle un hachazo, pero fallé. Al voltear vi que otro se acercaba por la espalda y eché a correr a un lado, él venía con la espada samurái ensangrentada, mis otros amigos estaban escapando del tercero que intentaba atraparlos, de pronto miré con horror que ese tenía una cierra de cadena, quizás no lo había notado por el miedo.

Me distraje un rato mirándolo cuando sentí un fuerte golpe en las costillas que me hizo dar un grito, la bola de acero me había golpeado el pecho. Tirado, logré acertar un fuerte hachazo en la espinilla de quien me había golpeado, me resulto difícil sacar el hacha de su hueso, pero al fin lo logré con un fuerte tirón. Acto seguido, como pude, me levante y corrí hacia mis otros amigos, que estaban acorralados. Sin notar mi presencia, el tipo de la cierra de cadena alzo su peligrosa arma en señal de victoria, y antes de darles el golpe a mis amigos, atiné un hachazo en su cabeza que desprendió chisguetes de sangre hacia mi rostro.

Medio paralizado, solté el hacha de inmediato, y el hombre dejo caer la cierra de cadena al piso, mutilándose un pié. Calló al suelo mientras se convulsionaba. Quedé en un estado de shock al ver esa terrible imagen mientras sentía todavía las gotas de sangre tibia de mi victima. Uno de mis amigos grito despavorido al ver que del otro lado venía el tipo de la espada, el hombre de la cadena con bola de acero yacía en el piso retorciéndose por el dolor de la pierna.
Corrimos de ese rincón y logramos evadirlo pero momentos después el hombre atinó un fuerte golpe en el costado de Javier. Carlos, envuelto en enojo y desesperación, clavó la barreta de metal en el pecho del tipo de la espada, antes de que este pudiera defenderse.

Aun en el piso, con la barreta clavada en el pecho, el tipo trato de tomar su espada samurái, pero antes de que pudiera hacerlo mutilé su brazo con el machete que tenía mi amigo. Una y otra vez golpee con el filo del machete el hombro del tipo hasta que prácticamente le arranqué el brazo. Corrimos hacia las puertas de ese lugar, y el tipo de la pistola las abrió para que pudiéramos salir. Antes de marcharnos atiné un golpe en su pecho y me disparó, por fortuna no acertó y dejo caer la pistola. Recogí el arma del suelo, sin dejar el machete atrás y salimos corriendo de ese maldito lugar.

Las heridas de mi amigo eran grabes, su pecho sangraba demasiado y no podíamos escapar a con rapidez. Javier no dejaba de quejarse en los hombros de Carlos, quien lo ayudaba a sostenerse. Nuestro horror llegó al punto máximo cuando nos dimos cuenta del ruido proveniente del club. Nos estaban persiguiendo.

En ese punto aferré con gran fuerza el machete y lamenté no traer el hacha conmigo, pero por otra parte tenía la pistola del portero. Nos escondimos detrás de unos contenedores de basura mientras vimos como dos personas corrían hacia enfrente del callejón. Rogábamos por que nada delatara nuestro paradero, por lo menos hasta que se hayan ido. De pronto un ruido provocó que nos estremeciéramos. Era un hombre casi enano, con la cierra de cadena.





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Se que le faltan muchísimos ajustes, pero me mantuvo entretenido algunas horas. No si darle continuación o dejarlo ahí jeje