sábado, 21 de mayo de 2016

La yerba



Yo era un estudiante de posgrado en medicina, en aquél entonces. Estaba a punto de terminar mis estudios sobre el efecto de ciertos hongos y plantas sobre la salud del cuerpo humano.

Mi búsqueda del conocimiento me llevó a una remota localidad ubicada a las afueras de Puebla, México, donde pretendía encontrar una extraña especie de planta que al parecer había sido usada, desde tiempos remotos, para tratar fiebres y curar muchísimos males.
Había oído hablar de ella, no por la comunidad científica en la que me encuentro, sino por los rumores que escuche decir a un viejo en el mercado de sonora, lugar donde se venden hierbas, no siempre medicinales, y donde constantemente iba a surtirme de dichas mercancías.

Llegué a puebla un 23 de octubre, donde tuve que ponerme a preguntar sobre la “hierba milagrosa”, nombre con el cual se refirió el viejo a dicha planta.
Mi desilusión fue muy grande al darme cuenta de que lo que había oído en aquel mercado de hierbas y especias pudo haber sido no más que un simple rumor.

Agobiado por el viaje y sin ánimos de seguir con mi, al parecer, inútil búsqueda, me dirigí hacia uno de los cerros más cercanos.
Quería ir con las intenciones de reflexionar en paz, como nunca podía hacerlo en la ciudad, constantemente asfixiado por su gente, sus costumbres, su estilo de vida y por supuesto, sus problemas.
Tras haber escalado con mucha dificultad la pendiente del hermoso y verde cerro, me senté bajo la deliciosa sombra de un gran árbol.

Miré el cielo y sentí cierto aire de tristeza o melancolía, recordé el cielo gris de la ciudad, sus nubes grandes y furiosas y aquí, sentado bajo la sombra de este árbol, miraba la imagen de un cielo azul, hermoso y cálido.

Vi las golondrinas pasar volando varias veces en parvadas y otras, solitarias.
El calor del sol se apreciaba a pesar de estar bajo la sombra de aquél árbol, su luz alumbraba todo lo que no se veía oculto bajo un frondoso árbol o alguna roca empinada. Todo estaba a la vista gracias a aquella luz resplandeciente. Por la intensidad del sol y su posición en el cielo imaginé que era medio día.
Comencé a sentir la mirada pesada, al parecer el dulce brillo de aquél día tenía un efecto sedante en mí.

Miré, quizás, una serpiente, algún conejo, ardillas y otras formas de vida nativas del cerro.
Sentía sueño.

Mis ojos se entrecerraban mientras mi cuerpo se veía envuelto por la cálida atmósfera y una exquisita fragancia que al parecer desprendía aquél ambiente meramente natural y sin huella de la mano del hombre. Parecía como si estuviese flotando entre el sueño y la realidad. Aquella dulce fragancia no paraba de envolverme y sentía cada vez más como mis miembros se aligeraban. Perdí la noción de mí mismo y dejé de oler, de sentir, de escuchar. Miré por última vez el cielo azul entre las ramas y el forraje del árbol y caí profundamente dormido.

Dormí aproximadamente las ocho horas recomendadas, pero mi sorpresa fue muy grande al ver, una vez que había despertado, que no habían pasado ni 15 minutos desde que me dormí. El sol seguía en la misma posición y el viento seguía soplando sutilmente con aquella fragancia, pero en menor intensidad.
Me incorporé y me puse de pie para dar un último reconocimiento de la zona y logré divisar a lo lejos una persona que caminaba en dirección a lo alto del cerro con un bulto a cuestas.

Decidí ir tras ella.

Descubrí que esa siesta bajo aquél árbol me había repuesto mucho, era capaz de subir las empinadas colinas tan fácil como lo hubiese hecho un chiquillo, corría sin cansarme,  saltaba las rocas y cuando llegué a donde había visto aquella persona descubrí que me llevaba por mucho la delantera.
Subí las pendientes, salté los riachuelos y los barrancos de aquél lugar. Para entonces ya no estaba a las faldas del cerro, sino que me adentraba en él y subía en busca de aquella persona.

En el camino pude disfrutar de riachuelos con aguas cristalinas, troncos podridos intactos que denotaban que ahí la naturaleza no había sido perturbada por los humanos, vi rocas hermosas y animales salvajes, incluso patee por accidente un conejo que de mis pasos huía entre el elevado césped.

Llegó un punto en el que perdí el rastro de aquella persona.

Sin saber en dónde estaba y sin referencia alguna, caminé sin dirección hacia la cumbre de aquél cerro.
En el camino pude oler que el aire ya no poseía esa sutil fragancia embriagante y exquisita que desprendía la naturaleza y que había olido hace unos momentos. Me sorprendió dicho suceso puesto que ahí, donde me encontraba ahora, se veía todavía menos concurrido por el ser humano e incluso llegué a pensar que yo era el primero en haber estado ahí.

De pronto miré a lo lejos una casa.

Me dirigí hacia esa casa en busca de refugio y de pistas sobre la “hierba milagrosa” de la que había oído hablar.
Una vez a las puertas de dicho edificio, miré en el interior a dos ancianos meciéndose lentamente disfrutando del calor estacional.
Interrumpí su lento ritmo para preguntar sobre una “Planta milagrosa”. Me dijeron que ellos la usaban desde hace muchísimo tiempo para curar todas sus enfermedades.
Les dije que venía de una escuela y que mi trabajo era investigar las propiedades de dicha planta con fines benéficos a la humanidad. Les pedí asilo en su casa a lo cual accedieron. Me ofrecieron hospedarme en uno de los cuartos de su casa a cambio de ayuda en el trabajo rural. Me pareció un trato justo y acepté la oferta.

En aquél lugar llegué a hospedarme, tras varias horas de búsqueda, en la casa de cierta familia, donde habitaban dos ancianos aparentemente marido y mujer.

La casa era un tanto exaltante.

Las paredes aún de adobe, me recordaron la casa que alguna vez tuvo mi abuela en tiempos de cuando yo aún era niño.
El olor a animal, el ambiente caluroso y la constante tortura por parte de los insectos era bien recibido de mi parte. Estaba, hasta cierto punto, asqueado de la ciudad y de su ruido.
Una vez que dejé mi maleta llena de ropa e instrumentos en la habitación oscura y fría que me fue proporcionada, me dirigí hacia los ancianos para hacerles algunas preguntas.

Estando con ellos y comenzada la entrevista, pude notar que, aparentemente, la pareja de ancianos no superaba los ochenta años de vida.
Me sorprendí mucho cuando el señor me dijo que tenía doscientos cincuenta y seis años de vida, lo cual me pareció prácticamente imposible.
Como eran personas mayores creí que padecían demencia senil, no me pareció adecuado ponerme a discutir los aspectos estadísticos sobre el promedio de vida humano, decidí seguirles la corriente.

Después llegamos al tema de “la planta milagrosa”. Me dijeron que la usaban en té, preparándola machacada con algunos hongos que, al serme descritos, no me parecieron conocidos. Llegó un punto en el que comencé a creer que estaban locos. Decían que dicha planta lo curaba todo. Que hacía cicatrizar las heridas de inmediato, que curaba las mordeduras de serpiente, las picaduras de alacrán y que era el antídoto a todos los venenos, que con ella habían curado un tumor en el estómago del señor y que había sanado la pierna con una ulcera péptica de la señora, que bebiendo su té uno se sentía más fuerte, que incluso ¡rejuvenecía!

No sé qué sucedía conmigo, no sé qué estaba peor, si seguir sentado ahí perdiendo mi tiempo escuchando tantas patrañas o comenzar a sentir intriga por dicha planta y hongos extraños.
Mi intriga creció aún más cuando les pregunté desde cuándo había sido usada esta planta, que por cuántas generaciones había pasado dicho secreto, y la respuesta de los ancianos fue: “Desde que la encontramos en el lugar donde calló la bola de fuego”.
Esa respuesta fue suficiente para mí, comprendí que estaba siendo timado y que quizás los ancianos sólo querían tenerme ahí para hacer el trabajo de los campesinos.

Opte por irme.

Me dirigía desilusionado al cuarto donde tenía mis cosas cuando logré ver entrar a la casa a la persona que hace un rato me encontraba siguiendo. Era una joven como de veinte años de edad aproximadamente, con un enorme bulto de hierbas a cuestas.
Recuerdo bien el día en que vi por primera vez aquélla joven.
Recuerdo con claridad su despampanante belleza, la viva imagen de afrodita estaba frente a mis ojos aquél día. No comprendía por qué ella era la única que destacaba entre todas las mujeres que había visto en aquél lugar. Era graciosa y de facciones finas, su piel era tersa, su tez limpia, sin alguna imperfección, era, simplemente, hermosa.

Al mirarme, la muchacha, sobresaltada, volteó a ver inmediatamente a los ancianos. De alguna forma que yo no percibí puesto que yo estaba de espaldas hacia ellos, le dieron a entender que todo estaba bien.
Un tímido saludo salió de su boca, apenas audible para mí a pesar de la quietud en aquella remota casa. Respondí el saludo y la muchacha siguió su camino hasta lo que era una especie de almacén que divisé a lo lejos, sobre una colina en aquel cerro.
Entré a mi cuarto, metí todas mis cosas en mi maleta y justo antes de emprender mi partida reflexioné.

Sería posible, quizás, que los ancianos no estuviesen tan locos después de todo… es decir, que tal vez, la “hierba milagrosa” podría tener efectos neurológicos en las personas con un uso prolongado, o que inclusive la hierba sí existe y quisieron ocultarla tras una retahíla de mentiras.

Dejé mis cosas en donde estaban y decidí quedarme. Salí del cuarto al encuentro con la dulce joven, quería ayudarle a cargar el enorme bulto. Llegué al almacén, donde la vi acomodando las plantas. Exprese un saludo y ella, sobresaltada, volteo a verme correspondiendo. Quise ayudarla pero no me dejó, entonces insistí y al fin terminó por dejarme hacerlo.

Al poco rato de que comenzamos a charlar ya éramos buenos amigos, reíamos y compartíamos una pasión por las plantas y la botánica. Ella una dulce pasión ignorante de cualquier ámbito científico, entremezclando su conocimiento con las fuerzas elementales de la naturaleza; y yo, con un deseo ferviente de conocimiento y búsqueda de la verdad.

Ésa noche la señora preparó una sopa de verduras exquisita, me atrevo a decir que es la mejor que eh probado hasta el día de hoy. Me di cuenta, por sus hábitos, que eran totalmente “vegetarianos”, y a pesar de la presencia de animales de granja, no noté indicios de consumo cárnico. Al término de la cena, nos quedamos platicando un buen rato. Al cabo de unas horas, nos fuimos a dormir.

La noche era bastante calurosa, el clima húmedo provocaba una sensación de incomodidad y me acerqué a la ventana para abrirla. Al abrir las portezuelas de madera me percaté de un escenario hermoso. Algo que no se puede ver jamás estando en la ciudad.
La luna.
Brillaba tan blanca y hermosa en el centro de un cielo totalmente despejado y tapizado de estrellas que me quedé hipnotizado por un momento por su brillo. Tenía un halo misterioso alrededor, como si fuera una especie de ojo vigilante que mira a la humanidad desde su comienzo, siendo testigo de todos sus pecados y misterios. En ese momento recordé lo que me dijeron los ancianos apenas unos momentos antes, que la planta había sido encontrada en un lugar donde una bola de fuego había caído del cielo.

Di un suspiro por haber pensado siquiera que eso era posible y me fui a la cama con la fija idea de que al día siguiente, en la mañana, les pediría que me llevaran a ver dicha planta.
Cerré mis ojos y lentamente fui cayendo presa del sueño, pero antes de quedarme completamente dormido me pareció oler en el aire una fragancia conocida: el exquisito perfume que había olido esa tarde, cuando estaba sentado bajo la sombra de aquél árbol frondoso. Abrí los ojos repentinamente y me incorporé para asomarme a la ventana y dar un profundo respiro, esa fragancia era incomparable a todos los perfumes que jamás haya olido.

Cuando me asomé a la ventana vi algo que me dejó un poco intrigado. Los ancianos y la chica se alejaban por un camino que iba hacia arriba, a la parte más alta del cerro. La muchacha llevaba consigo una lámpara de petróleo, el anciano una oz y la mujer un saco. ¿Qué clase de operación irían a llevar a cabo? No lo supe, simplemente me di la vuelta, estaba demasiado cansado como para seguirlos cuesta arriba, aunque para mi asombro me sentía, otra vez, revitalizado, la idea de tomar una buena siesta prevaleció en mi cabeza, y por primera vez mi pereza fue más fuerte que mi curiosidad.

Me acosté sobre la cama y me quedé mirando el cielo a través de la ventana, hipnotizado por la luz lunar que entraba. Tan blanca, tan hermosa, tan antigua y tan misteriosa. Sentí una especie de deseo de flotar y dirigirme hacia ella, como si fuera una especie de insecto atraído por la luz de alguna lámpara.
Cerré mis ojos y me quedé profundamente dormido. Tuve muchos sueños, todos igualmente extraños, y uno, en especial, se asemejaba más a una especie de pesadilla.

Me vi a mi mismo en un extraño lugar, podría afirmar que el paisaje no era terrestre, así que me aventuro a decir que era un paisaje extraterrestre, completamente ajeno a este planeta. Me veía envuelto por la exquisita fragancia que había olido apenas unos minutos antes de acostarme. El paisaje era bastante extraño y perturbador, asemejaba a una época pretérita en la tierra, mucho antes de que los dinosaurios habitasen, cuando apenas la vida vegetal se abría paso desde las profundidades, para pisar tambaleante la tierra pantanosa y virgen.

Caminé por suelos cenagosos poblados de un vapor ignoto, siempre envuelto por el exquisito perfume. Vi árboles inconmensurablemente grandes cuya especie me es totalmente desconocida, de los cuales colgaban frutos de una rareza infinita, de colores purpúreos, azulados, verdosos, amarillentos, todos con un tinte metálico que hacia variar de vez en cuando el color conforme el ángulo en que se les miraba y de formas tan diversas que me resulta incomprensible la estructura de dichos frutos. Caminé al lado de uno de esos enormes frutos, se había caído de uno de aquéllos árboles desconocidos. El árbol, igualmente gigantesco, tenía una corteza monstruosamente viscosa, como si estuviese hecho de alguna especie de madera gelatinosa y su fruto, a sus faldas, reventado por la madurez, dejaba ver en su interior lo que yo me atrevo a comparar con vísceras de alguna especie de animal.

Seguí caminando por aquélla ciénaga pegajosa, entre plantas gigantescas y hongos negros que nunca antes había visto, hasta que pude ver en la lejanía una especie de templo que se alzaba a las faldas de un volcán del que emanaba una furiosa columna de humo hacia el cielo. El templo pertenecía a una arquitectura que yo jamás antes había visto, arquitectura en verdad perturbadora a mi parecer. Miré el cielo y la gran columna de humo, pude percatarme de que uno de los tres soles de ese cielo amarillo y verdoso estaba oculto por la ceniza de aquél volcán. A mi parecer no tardaría mucho en hacer erupción.

De pronto presencié algo que me estremeció sobremanera. El suelo pegajoso en el que me encontraba empezó a burbujear y la tierra comenzó a estremecerse, y una fauna desconocida desplegó el vuelo sobre aquél cielo verde-amarillo, mosquitos enormes con alas como de murciélago, algunas otras clases de insectos que se alejaban despavoridos, lombrices espantosamente grandes que vi pasar a centímetros de mí, huyendo. El volcán comenzó a rugir y a emanar mucho más ceniza y vapores, y del templo que se encontraba a sus faldas pude ver salir una especie de seres que yo clasifico como plantas. Tenían forma humanoide, por lo menos eso me parecía, de un color verdinegro, sucio y escalofriante.

Se movían sobre dos largas piernas que arrastraban pesadamente, de las cuales emergía un sinnúmero de raíces, caminaban encorvados, eran increíblemente altos, su torso era pequeño y estaba poblado de grandes ojos rosados, llenos de venas, ojos abiertos y aterrorizados que miraban a todas partes y en todas direcciones, inclinados hacia adelante, se desplazaban lenta y torpemente, como tratando de escapar de la inminente erupción.

Sobre donde debía de ir la cabeza tenían una especie de botón floral, sus largos brazos colgaban a sus costados, eran cuatro, dos a cada lado, con dedos larguísimos y poblados de raíces como sus piernas, uno de estos seres volteo a ver el volcán, y dio una especie de alarido de terror, pues el botón florar de su “cabeza” se abrió al máximo dejando ver una especie de pétalos carnosos, de color rojo, con manchas blancas y amarillas, dejando salir un grito o gruñido que me heló la sangre, una boca poblada de dientes se abría en el centro de aquélla flor carnosa al tiempo que emergía una especie de lengua o tentáculo. Acto seguido, las demás criaturas hicieron lo mismo, unos se tiraron al suelo, otros se encorvaron aún más, todos dejando ver la variedad de colores de sus pétalos antes de gritar horriblemente, dejando escapar algún tipo de fluido, que sospecho era el reflejo de una sensación de pavor.

Después de todo esto miré el volcán, el cielo estaba ya totalmente negro y encendido en chispas rojas, y la lava escurría pesadamente sobre el templo de dichas criaturas, derrumbando sus colosales ídolos. Quién sabe a qué clase de dioses desconocidos y amorfos abran adorado en ese templo los seres-planta que acaba de ver. Después de eso un sonido ensordecedor inundo la atmósfera de aquél planeta desconocido, los seres-planta se replegaban en pequeños conjuntos que me provocaban un asco indecible, todos mirando el volcán, moviendo sus tentáculos-raíz de formas grotescas, se retorcían y gruñían, y después de eso vino un terrible terremoto, que derribo varios árboles de donde yo me encontraba. Corría para evitar su lenta y colosal caída. Logré ponerme a salvo sobre una roca y pude presenciar el terrible cataclismo que azotó ese monstruoso paisaje. El templo se encontraba ahora en ruinas, y de sus ruinas salían retorciéndose de dolor algunas criaturas envueltas en llamas. El volcán hiso una terrible erupción, me atrevo a decir que fue muchísimo más terrible que la del mismo Krakatoa, y desperté con el eco de aquélla explosión en lo más profundo de mi conciencia.

Estaba envuelto en sudor, y aun no había amanecido. Retomé mi lecho y dormí de nuevo, esta vez no tuve ningún sueño.

A la mañana siguiente me desperté por el canto del gallo. Eran las seis de la mañana, y el ambiente era fresco y húmedo, impregnado con la esencia del rocío matinal y dicho aroma me reconfortaba sobremanera. Me vestí con la precaución de sacudir bien mis ropas antes de ponérmelas encima, ya que durante la noche alguna alimaña pudo haberse escondido en la oquedad de mis zapatos o las arrugas de mis pantalones o mi camisa.
Revisé el cielo, vi la claridad del alba, y el tintineo de las estrellas lejanas que estaban a punto de perderse entre el azul del cielo. La luna, aun hermosa, se encontraba distante y opaca. Cuando miré a mi alrededor pude ver con sorpresa que mis anfitriones ya estaban preparando las cosas para lo que sería, a mi presentir, un gran día.

La anciana estaba cargando dos cubetas con nixtamal, las llevaba a donde estaba la cocinita que era una habitación en la cual, en el centro, había una superficie de adobe con una media luna encima, también de adobe, en la cual se encontraba ardiendo un cálido y agradable fuego al que alimentaban leños secos traídos de un rincón donde apilaban toda la leña. Al pensar esto último sentí una preocupación, ya que los montones de leña son escondites perfectos para serpientes, escorpiones o arañas. Salí rápido de mi habitación a ofrecerle mi ayuda a la anciana. Entré en la cocina y la vi acomodando un montón de trastos que había lavado ya con anterioridad. Ollas de barro, jarrones y cántaros, todo de barro. Sentí cierta nostalgia al ver en la figura de esa anciana la imagen de mi abuela, cuando yo tenía diez años de edad.

Recordé como ella, mi abuela, me daba siempre la primera tortilla que salía del comal, que me daba el primer pan o la primera galleta, y como me llevaba con cariño a la cama pollitos que recién habían salido del cascarón para que yo los mimara.

Después le ofrecí mi ayuda, la cual aceptó gustosa. Mientras le ayudaba a atizar el fuego o moler el nixtamal en el metate (actividades que conocía bien gracias a las enseñanzas de mi abuela) entablé una conversación con ella. Le pregunté, de nuevo, sobre la dichosa planta que tanta curiosidad me provocaba. Ella se mostraba un tanto renuente a responder mis preguntas, podía ver cierta desconfianza en su mirada. Siempre dando respuestas cortantes o intentando cambiar el tema. Después de un rato decidí seguir su juego, y opté por conversar con ella acerca de sus orígenes, su familia y demás.

La anciana me contó que había tenido una vida plena después de que los grandes movimientos sociales terminaron. Me contó como su madre y su abuela le habían transmitido conocimientos acerca de la herbolaria, conocimientos antiquísimos que databan desde la época prehispánica, cuando aún se confiaba en la magia y las fuerzas naturales. Me relató también acerca de la conquista, y de los riachuelos de sangre que se formaban con la sangre de cientos de prehispánicos aniquilados por el acero colonizador. Supuse que esas historias las conocía por la tradición oral, que había escuchado esa historia de su abuela o de su madre, puesto que era imposible que ella hubiera presenciado todo eso. La mujer tendría que tener más de doscientos años de edad para haber vivido tales cosas.

Al final de su historia, como para darle veracidad, me mostro su pierna. Una horrible cicatriz le recorría toda la pantorrilla. Me explicó que fue la herida que una espada le dejo por no querer servir a los sacerdotes.
Supuse que se trataba de alguna clase de invento, y que esa herida se había efectuado con algún leño o quizás algún accidente con el machete. Pudieron haber sido muchas cosas, pero no dije nada, simplemente me limité a mover la cabeza.

Teníamos ya una pila de tortillas bastante considerable, y la anciana me pidió que retirara el comal de barro para poner la olla con agua en la cual se cocinaría nuestra sopa. Llené la olla que la anciana me indicó con agua de un viejo pozo. La llevé al fuego y salimos de ahí. Voltee a ver la cocina, la enorme columna de humo que emergía del chacuaco (o chimenea) me trajo a la mente, como una especie de flash, la horrible imagen que había presenciado en mis sueños hacía apenas algunas horas. Recordé el enorme y furioso volcán, la tierra pantanosa, tibia y burbujeante, estremeciéndose bajo mis pies, el horrible rugido de las entrañas de la tierra, y esos monstruos, ¡oh! esos monstruos con figura humanoide, humanos asemejando ser plantas o plantas asemejando ser humanos. Después salí de mi transe cuando escuche un cacareo.

Era la anciana, que había entrado al gallinero a extraer algunos huevos. Imaginé que los blanquillos serían para preparar el desayuno, pero me percaté que no era el caso, cuando le pregunté, ella me explicó que comían nada, absolutamente nada, que tuviera que ver con animales, y que los huevos y los pollos que las gallinas tenían los vendían. Le propuse a la mujer el trato de venderme un par de esos blanquillos, a lo cual ella, con gran amabilidad, me respondió que podía tomar los que quisiera sin pagar. Un par me bastaría para un buen desayuno.

Entré a la cocina y la anciana me indicó la ubicación de un sartén que podría utilizar, no había aceite, y lo demás estaba dispuesto en la mesa. Preparé mi rudimentario desayuno y comí con las tortillas recién hechas. Puedo asegurar que un desayuno tan simple me supo a gloria, cuando los comparé con mi café con leche y la pieza de pan que compraba en el autoservicio, rumbo a la escuela. Mientras comía pude ver a lo lejos a la hermosa chica. Vestía de blanco, y su largo cabello negro colgaba en dos gruesas trenzas que caían sobre su pecho. Terminé de desayunar y me encaminé hacia ella, no sin antes disponer mis trastos sucios en el lavadero que se encontraba en el patio de la casa.

Cuando me acerqué a ella me saludó con especial agrado. Le ayudé a cargar un par de cubetas de agua, que distribuí en los bebederos que se encontraban en la casa, para los cerdos, las gallinas y los patos. Acto seguido me pidió que la acompañara a ver a su padre, que estaba lidiando con unos lechones.

Cuando llegamos con el anciano, el me explico que quería atraparlos para llevarlos al mercado y venderlos, junto con un gran cerdo que había cebado. Pude comprender que el sustento económico de la familia se daba a través del comercio o el trueque, y que a pesar de no generar muchos ingresos, les funcionaba, al parecer, desde hacía muchísimo tiempo.
Auxilié al señor a atrapar a los cerditos, tarea que no fue precisamente fácil. Después los subimos en la carreta y lo vimos alejarse a él y a su mujer, lentamente, por un sendero que desconocía hasta entonces, el cual había servido desde hacía mucho tiempo para el contacto de esa familia con el mundo. Dos viejos burritos tiraban de la destartalada carreta y el polvo que levantaban me trajo a la mente una escena de aquéllas películas de vaqueros.

Después de la enlodada que me había puesto, le pregunté a la muchacha dónde (y cómo) podía tomar un baño. Me dijo que debía calentar el agua en botes y que acostumbraban bañarse al aire libre, escondidos detrás de unos laureles para mantener la privacidad. No tuve problema alguno y me dispuse a tomar la ducha. Al cabo de unos minutos el agua estaba lo suficientemente agradable, el clima era cálido y el sol brillaba en lo más alto, el cielo estaba totalmente despejado y, de nuevo, pude percibir la misteriosa fragancia que tanto me embriagaba. Mientras me duchaba pude ver que la chica estaba espiando desde los matorrales, y muchos y diversos pensamientos invadieron mi mente. Por más que hubiera querido me resultó imposible disimular mi excitación. Terminé lo antes que pude y me enrollé la toalla para salir rápido en busca de mi ropa, en el cuarto que me asignaron.

Cuando terminé e iba rumbo a mi cuarto ella estaba en la cocina. Me metí y emparejé la puerta de madera, con esperanza de que no fuese abierta por el viento. Mientras me terminaba de secar el cabello sentí una brisa fría que recorrió todo mi cuerpo, inmediatamente recordé la puerta y al darme la vuelta la vi a ella. Sin decir nada se acercó y me abrazó, correspondí el abrazo y sus labios buscaron los míos. Nos fundimos en un cálido y tierno beso y nos dejamos caer en la cama de mi cuarto. Sin decir nada, sin romper la magia de ese tierno silencio, ahí, a medio día y en un ambiente caluroso y espléndido nos fundimos en un solo ser.

Al terminar, ella se había quedado dormida sobre mi, y yo me había quedado mirándola a ella, tan tierna, tan hermosa. Pude oler de nuevo esa fragancia exquisita y una vez más caí presa del embrujo de aquél embriagante y misterioso aroma que, en ciertas horas del día, era especialmente intenso. Me quedé profundamente dormido.

Me vi de nuevo en aquél planeta pútrido y pantanoso, de atmosfera nebulosa y tres soles delirantes danzando en el cielo amarillento. Miré de nuevo el horrible volcán y el ominoso templo que se erguía a sus faldas, pude, esta vez, apreciar los grabados de las colosales columnas. Los hombres-planta se representaban a sí mismos, adorando a una especie de dios-árbol, en un planeta donde toda forma de vida, aparentemente, era vegetal. Miré también algo que me causó cierto asombro, una planta dando a luz a otra planta. De pronto la tierra comenzó a estremecerse y el cielo se oscureció, cuando voltee a ver el volcán estaba haciendo erupción (otra vez) y los horribles seres-planta se escabullían despavoridos. De nuevo escuché la terrible explosión y desperté con su eco clavado en mi memoria.
La chica ya no estaba.

Al asomarme por la ventana me percaté de que ya era algo tarde. Me vestí y me encaminé al patio de la casa, donde los vi a los tres sentados, las mujeres tejiendo y el hombre dormitando en su mecedora. Al mirarme, la anciana dio un codazo a su marido, el cual despertó bruscamente. Me miraron los tres. La muchacha me dijo que me estaban esperando para comer. Acepte con gusto la invitación.

Esa tarde, comimos una sopa de verduras diferente a la del día anterior., igualmente deliciosa pero con ingredientes distintos, acompañada de una ensalada y unos dulces de biznaga para postre. Me agradaba mucho la forma de vida de estas personas. No soy vegetariano, pero en ese entonces pensé en volverme uno. Su estado de salud me sorprendía, pues los ancianos, a pesar de la avanzada edad que representaban, hacían trabajos demasiado pesados, incluso para mí, aunque quizás eso se debiera a que yo era citadino y no estaba acostumbrado a trabajos pesados, o más bien era un debilucho. Lo que más me sorprendía era la muchacha, su fuerza era impresionante. Intenté cargar unos bultos que ella tomaba sin dificultades, los cuales a mí me pesaron quizás lo doble o triple de lo que a ella.

Estaba anocheciendo cuando de pronto sucedió algo inesperado.

El anciano comenzó a hablar sobre la planta milagrosa y decía más o menos, al no poder recordar todo textualmente, lo siguiente:

“Sé que has venido de muy lejos para conseguir la planta que nos ha dado tan larga y plena vida. Por siglos nuestra familia la ha mantenido oculta de las manos de los hombres modernos. Su medicina no es nada comparado con el poder que el cielo nos ha traído y que Coatlicue, la madre tierra, nos brinda. Y no es la envidia lo que nos hace mantenerla en resguardo, sino la humildad, pues ningún ser humano está preparado para vivir más de cien años. En diferentes partes del mundo, en diferentes idiomas, la maldad del hombre es la misma por su naturaleza. No quisiéramos que esa maldad contamine aún más a nuestra agonizante madre.

“Desde hace muchos años, cuando mi abuela miró que al cielo se le calló un pedazo y éste calló en forma de bola de fuego, aquí, en estas tierras, hemos mantenido en secreto la ubicación de la roca, de la planta y de la forma en que debe prepararse. Mi abuela, Xochiquetzal, mediante sueños que la piedra le susurraba, descubrió la forma en la cual se prepara el elixir de la vida, a partir de los pétalos de la flor que vino desde más allá y los extraños hongos negros que siempre la acompañan.

“La piedra es un mensaje de los dioses, que piden que siempre se recuerde la unión entre la naturaleza y los hombres, porque la naturaleza es nuestra madre y nos ama. Porque todos somos hijos de la tierra, como el maíz, nosotros somos hermanos del cempasúchil y por eso somos retoños de la tierra. Porque venimos de la tierra y a la tierra vamos. Por algún tiempo mi abuela tuvo la intención de ayudar a nuestros hermanos a vivir por siempre, en armonía con nuestra dulce madre, Coatlicue, la de la falda de serpientes, pero el hombre es necio y malvado, bienaventurados son aquéllos que escapan de esta triste condición. Cuando los hombres más sabios y ancianos descubrían los secretos más hermosos de este mundo, el corazón de mi abuela se regocijaba, y todos cantábamos y reíamos en torno a las fogatas, contando viejas historias que las estrellas nos revelaban.

“Pero un día todo cambió, cuando los hombres ancianos y sabios supieron demasiado de las estrellas, cegados por su ambición de poder, intentaron descubrir más de lo que les estaba permitido e intentaron retar a Tezcatlipoca, el señor del espejo negro que humea, aquél que rige el destino de los hombres y los mantiene siempre vigilados con un espejo de obsidiana. Él bajó desde la luna en una telaraña y tomó la forma de uno de éstos ancianos egoístas y embriagó con un veneno al príncipe de los vientos, Quetzalcóatl, quién cometió pecados terribles en contra de su voluntad. Quetzalcóatl, jurando venganza, prometió regresar del horizonte para aniquilar a los hombres que habían provocado su desgracia.

“Años después vinieron los hombres montados en caballos, aquéllos que decían provenir del viejo mundo, y asesinaron niños, mujeres y hombres, todos por igual. Mi abuela decidió no volver a compartir la vida eterna con ningún otro hombre y ella misma decidió morir en paz al dejar de beber el elixir. Así el secreto ha pasado de mi abuela a mi padre, y de mi padre a mí, y de mí, ahora, pasará a mi hija. Y le ruego a ella que jamás revele el secreto a ningún hombre, a menos que sepa y esté segura de que es un hombre de corazón puro, que podrá vivir con la carga de una edad para la cual, por desgracia, no está hecho.

“Existen muchísimas cosas en el basto mundo, cosas que la madre tierra aún conserva en secreto para regocijo de aquéllos que estén dispuestos a hacer la bondad con el conocimiento obtenido, y solo un inmortal puede descubrirlas todas, pero el hombre las ha estado desapareciendo poco a poco, y Coatlicue, nuestra madre tierra, solloza tristemente porque sus hijos se la están comiendo viva. El quetzal ya no vuela majestuoso sobre los cielos, y tampoco se escucha el susurro de nuestros antepasados en los vientos nocturnos, ni sus canciones, y el agua ha abandonado la ciudad de donde provienes y que alguna vez yo visité para quedar maravillado con sus canales.

“El hombre es malvado. Pero mi hija me ha contado que tú eres digno de heredar nuestro secreto. Júrame, por Coatlicue, que nunca, ¡nunca! Revelarás el secreto que estoy a punto de compartir contigo si prometes proteger y amar el resto de tu vida a mi hija”.

En ese momento permanecí en silencio.
La historia que el hombre me había relatado resultaba bastante absurda pero al fin el secreto que con tanto recelo me guardaban estaba por ser revelado. Podría hacer una falsa promesa, pues no me casaría ni viviría el resto de mis días con la hija de un desconocido, a quien apenas tenía dos días de conocer, a cambio de saber algo que muy probablemente era incierto. Mi conflicto con la moral me impidió responder rápidamente, sin embargo terminé aceptando la promesa.

Después de todo, la muchacha se sentó en mis piernas y me abrazó, y sentí un cierto remordimiento por haber cruzado los dedos mientras hacia la promesa. Después el viejo me pidió que lo acompañara a mi cuarto. Caminamos hacia el interior del pequeño cuarto de adobe, el viejo encendió la lámpara de petróleo, pues ya era bastante noche y se agacho para extraer una pequeña caja de madera que estaba debajo de mi cama. La abrió, y al mirar lo que contenía no pude evitar sentir un horrible escalofrío y proferir un ahogado grito de asombro. Era una estatuilla.

El viejo me explicó que esa era la piedra que había caído del cielo siglos atrás. Era una estatuilla tallada en una roca de textura porosa y color verde azulado. La estatuilla de aproximadamente treinta centímetros de largo y diez de diámetro, semejaba una especie de hombre o planta, casi imposible de distinguir ya que su edad parecía incalculable, tenía piernas y brazos largos, y un torso rechoncho, y en donde debiera ir la cabeza estaba una grotesca flor de gordos pétalos totalmente abierta. Sus brazos tenían venas (o raíces) que se distendían por todo el relieve de la estatuilla.

Se me figuró ver en esa extraña pieza de arte un horrible hombre-planta de los que había soñado. Decidí descartar la idea de que pudiera tratarse del mismo ser, quizás una pieza arqueológica de algún guerrero con un adorno florar en vez de cabeza, una figura informe de algún dios, no lo sé. En ese momento preferí no darle forma a la extraña estatuilla. Después de eso, el hombre me conto que en el cráter donde fue encontrada la estatuilla, semanas después, había crecido en el centro una hermosa y rara flor, rodeada de una parcela de extraños hongos negros. La flor pertenecía a una vaina, y esta vaina siempre estaba cerrada, nadie sabía que contenía. Según me explicó, la flor solo se abre a medio día y a media noche, los pétalos de las flores eran machacados con algunos hongos y hervidos después, hasta obtener un concentrado purpureo, de sabor dulce y aroma agradable, el cual, según el loco anciano, era el elixir de la vida.

Beber un trago bastaba para vivir cien años más de lo que uno debiera, congelando la edad en el punto de madurez en el cuál había sido bebido el elixir, si al cabo de esos cien años, el mismo día y antes de la misma hora, no se bebía un sorbo más, se envejecía instantáneamente los años que debían haberse envejecido. El viejo me confesó que al día siguiente prepararían más elixir, para la hermosa muchacha que, según los ancianos, tenía ciento diecinueve años.

Mi emoción opacó el horror de haber mirado la espantosa estatuilla. Por fin presenciaría el lugar y la forma de preparación de dicho elixir mágico, y podría tomar algunas muestras de la planta y los hongos.

Todos nos fuimos a dormir ese día, pero yo no pude conciliar el sueño. De alguna manera la imagen de la maldita estatuilla seguía en mi cabeza, recordándome a los abominables hombres-planta de aquél planeta desconocido. ¿Sería posible que un cataclismo en algún planeta distante halla expulsado a los confines del universo un pedazo de aquél templo misterioso? ¿Y que ese pedazo halla albergado esporas en su superficie porosa, esporas que por su naturaleza soportaron un viaje de millones, billones, trillones o quizás más años? ¿Sería posible que en ese lugar comenzara a creer en cuentos de hadas y dioses que hablan y susurran historias mediante piedras traídas desde lugares ignotos, sueños sobre conocimientos que existen en otras culturas y más allá de nuestro entendimiento? ¿Iría en contra de la teoría de la evolución y adoptaría esta idea que se asemeja más a la panspermia?

Al día siguiente, después de todas las actividades rutinarias, al llegar el atardecer, comenzó el ritual de preparación.

Emprendimos camino hacia la punta del cerro, por un lugar sin sendero, abriéndonos paso entre plantas y arbustos. Equipados solo con una oz, un costal y una lámpara de petróleo. Después de haber recorrido una larga distancia y haber llegado a un claro, en la cima del cerro, pude percatarme del fuertísimo aroma de la esencia embriagante. De pronto el viejo se detuvo en la cima de una colina, mirando hacia el valle. Cuando lo alcancé no pude evitar sorprenderme. Al parecer todas las alucinaciones no eran eso, sino señales. Mi mente sufrió un impacto terrible al ver en aquél cráter inmenso una tierra cenagosa y burbujeante como la que había visto en mis sueños, cubierta por una densa neblina, los enormes y gordos hongos negros, y en el centro la enorme vaina de aproximadamente tres metros y bajo ella un conjunto de pequeñas y hermosísimas flores, de pétalos morados con color amarillo en el centro, con manchas rosadas que brillaban bajo la luz de la enorme luna que se alzaba sobre nosotros y hojas gordas, que parecían estar forradas con una especie de resina que las hacía brillar cual si tuviesen diamantina encima. Cuando ellos se aventuraron al cráter dude mucho en pisar (o volver a pisar) esa pegajosa ciénaga. Pero la muchacha dulcemente me sonrió y me llevó del brazo. Los ancianos alzaron la mirada al cielo una vez que tuvieron en frente la enorme y asquerosa vaina que parecía estar respirando, y dieron gracias a los dioses de los cielos por haber encaminado este regalo a nuestro mundo y hacerlo caer en sus tierras. Después de esto, el viejo retiro con suma delicadeza unos pétalos de las florecillas, mientras la anciana recolectaba algunos hongos de la tierra.

La operación no tardo mucho, y emprendimos camino a casa. Aun en el camino iba pensando en aquél cráter que ahora era una ciénaga traída de otro mundo en las esporas albergadas de una roca extraña. Pero no lo creía del todo, mi mente aun no podía asimilar que eso fuera verdad.

Al llegar a la casa la anciana preparó el elixir como lo había dicho el viejo, y después de esto me entregó el tarro con el contenido. Bebí el poco elixir que resulto de la preparación, rogándole a dios no morir envenenado a causa del extraño brebaje. Su sabor era exquisito, tan dulce y refrescante… indescriptible. Les pregunté por qué no habían preparado más, a lo que ellos me dijeron que debían esperar a que la flor regenerara sus pétalos para lo cual no hacía falta más de un día. A la mañana siguiente, justo a tiempo para tomar la dosis, beberían ellos su cantidad correspondiente, quedando exentos una vez más de la muerte.

Al cabo de unos minutos comencé a sentirme maravilloso. Más enérgico, revitalizado como nunca. En ese momento creí en el elixir, y decidí ir a tomar algunas muestras de la flor para analizar los pétalos junto con algunos hongos que tomaría también, y cegado por la curiosidad y mi afán de tomar muestras emprendí el viaje al cráter cenagoso que tanto me aterraba. Yo mismo prepararía más elixir para mis anfitriones y la chica con quien sin duda estaba dispuesto a casarme.

Una vez que llegué tomé mi bisturí y arranqué un solo pétalo de la flor que estaba en la base del tronco de aquélla asquerosa vaina que me resultaba familiar. De pronto recordé que no debí haber extraído más pétalos de los que estaba predicho, pero no me importó, pensé que podría dar la inmortalidad o la juventud eterna a mis seres más amados, descubrir la panacea universal, ya nada importaba, si en verdad era inmortal, qué importaba. Mientras recogía un hongo en el sueño pegajoso escuche un chapoteo y giré para ver que sucedía. La asquerosa vaina se estaba abriendo.

Tras unos segundos de forcejeo, la vaina se abrió completamente, dejando caer un montón de ramas y hojas envueltos en un saco de baba amarillenta y pestilente. Quise vomitar invadido por un asco indecible, pero antes de que la bocanada pudiera subir de mi estómago a mi boca miré algo que provocó que todo mi cuerpo se paralizara, neutralizando mi asco sobrenatural. El montón de ramas que había escupido la vaina se estaba irguiendo, y una vez de pie, en toda su monstruosa altura de aproximadamente tres metros y medio, vi materializada la criatura que tanto miedo me provocaba. Frente a mi tenía a uno de esos horribles hombres-planta, los que había soñado en pesadillas, como guardianes de un templo donde se cuidaba alguna clase de saber atesorado. Ahora estaba en mi presencia, erguido sobre sus dos largas piernas que semejaban tallos, de los cuales salían raíces (o tentáculos) por todos lados y sus cuatro enormes brazos, igual como tallos llenos de raíces, se balanceaban para desentumirse de la rara posición ovoide en la que había permanecido por quien sabe cuánto tiempo. Cuando de su torso vi abrirse los redondos ojos rosados, llenos de venas, que se clavaron furiosos en mí, me eché a correr, pero tropecé por el suelo pegajoso. Voltee a ver a la horripilante criatura, que al verme floreció su cabeza y del centro de esa flor vi abrirse una horrenda boca poblada de filosos y agudos dientes, un grito espantoso emergió de sus fauces al tiempo que una lengua larguísima y puntiaguda se movía como un látigo enloquecido. Invadido por el pánico, sin capacidad de mover las piernas, vi que la horrible criatura se me acercaba, y abalanzaba sus enormes brazos, con largos dedos, hacia mí. Cegado por el miedo, tomé la lámpara de petróleo y se la arrojé a mi atacante, quien estalló en llamas dando un alarido espeluznante. Después de todo esto me eché a correr a la casa donde me sentiría más protegido, sin mirar atrás, para después contar a mis anfitriones la horrible experiencia que había vivido.

Entré a mi cuarto despavorido y cerré la puerta, puse una silla como traba y me senté en ella. No pude dormir esa noche. Vi como lentamente el sol emergía por la ventana. Las actividades habían comenzado como siempre, pero de alguna forma yo no tuve el valor para salir de mi cuarto. Al cabo de unos minutos, con la seguridad que me brindaba la luz del día, me quedé dormido.

Un horrible grito me despertó de mi sueño profundo. Era la muchacha, que al asomarme por la ventana vi correr desde lo alto del cerro en dirección a mi cuarto. Cuando llegó a mis aposentos gritaba y lloraba, diciendo que todo había sido destruido y que sus padres pronto morirían. Al principio no entendí absolutamente nada, pero después me llego a la mente la imagen de la espeluznante experiencia que había vivido la noche anterior y salí corriendo a su encuentro. Una vez que le abrí la puerta me dio una bofetada, y me dijo que por qué había quemado todo el santuario que Coatlicue les había regalado. Le explique lo sucedido y me dijo, desilusionada, que por mi ambición ahora ella y sus padres morirían.

Corrí al cuarto de los ancianos, que estaban recostados en cama. La anciana me daba la espalda y el viejo me miró con unos ojos llenos de ira y de tristeza. Jamás olvidaré sus palabras:

“El hombre es malvado. Tú nos has demostrado que no existe ser humano que no sea ambicioso o malo. Por tu culpa ya nadie podrá disfrutar de las bendiciones de Coatlicue, nuestra madre tierra”.

El sol brillaba en lo más alto del cielo, y en ese momento ella, la chica, prorrumpió en un llanto que aun suena en lo más profundo de mi conciencia. La hora en la que los ancianos, hacia siglos, habían bebido el elixir en alguna especie de fiesta a medio día había llegado.
Miré con horror como cientos de años devoraban en segundos la carne arrugada de los ancianitos. Sus mejillas se hundieron y sus globos oculares se sumergieron en sus cuencas, el poco cabello se calló en segundos y la piel se les volvió blanca, dejando ver unas venas azules en todo su cuerpo, los dedos se les quebraban cuando intentaban moverlos, acto reflejo del desconocido dolor que provoca envejecer más de doscientos años en unos cuántos segundos, al cabo de menos de un minuto, ambos habían sido reducidos a no más que harapos y polvo en compañía de unos huesos que estaban exageradamente porosos y casi convertidos en ceniza.

Al ver esto la chica se desmayó.

Corrí al cráter para ver si encontraba alguna clase de indicio que me pudiera ayudar a salvarla. No encontré nada, mi maletín, la muestra y todo lo demás, incluyendo el horrible hombre-planta, había sido devorado por el fuego, el fuego que provocó mi ambición y necedad. ¡Maldita sea!

Regresé a la casa a la media noche, solo para encontrarme con una anciana decrépita que no paraba de gritarme que me largara muy lejos y nunca volviera. Nunca olvidaré esos ojos aguados y vidriosos, y ese cabello blanco como la nieve, que alguna vez hubiesen sido los ojos hermosos y el cabello de una mujer exuberante. ¡Jamás podré perdonarme!
El anciano tenía razón, ningún ser humano está listo para descubrir cosas que la tierra y el universo aun poseen guardadas en sus entrañas.

Jamás podré olvidar su voz quebrada y su mirada triste. Aún resuenan en mi memoria sus gritos:
“¡Lárgate! ¡Lárgate y no regreses! Y si tienes aun un poco de bondad jamás dirás dónde estuviste ni dirás quién eres o quién fuiste. Lárgate y no regreses, porque eres el ejemplo de que el ser humano es malévolo”.
Nunca podré olvidar el odio que vi clavado en su mirada triste y cansada.

Tengo ciento treinta y un años y parezco ser un hombre de apenas treinta, y aun no puedo olvidar, por más que quiero, la imagen de esa vieja decrépita gritándome que me largue de su casa. He fingido ser muchas personas en muchos países diferentes y he vagado como indigente escondiéndome en todos los rincones, condenado a ver como mis seres más queridos envejecen y tener que abandonarlos para que no noten que yo no lo hago. Vi morir a mis padres, a mis hermanos y amigos, desde lejos, pues en su funeral no puede asistir un hijo o un amigo que se supone debió fallecer hace ya mucho tiempo. Estoy muerto y vivo al mismo tiempo. Invisible en un mundo que está hecho solo para los que tienen en mente al tiempo. El tiempo se ha congelado para mí, los años ya no tienen sentido, ni los meses, ni las semanas, ni los días, ni las horas. Estoy condenado, vagando por el mundo siendo, quizás, el único inmortal hasta cumplir los ciento treinta y dos años. Pues a los treinta y dos años es la edad en la que bebí el elíxir milagroso, y cien años después es la edad en la que, a media noche, me será revelada mi verdadera imagen: La de un anciano ambicioso que está condenado a vagar solo por el mundo. Dudo mucho convertirme en polvo cuando el momento final llegue, pues mi edad no pasa ni los ciento cincuenta años, pero al cumplir los ciento treinta y dos años mi cuerpo difícilmente soportará, no sé si podré seguir moviéndome, si viviré lo suficiente como para saber lo que es respirar con unos pulmones de más de cien años, no sé si tendré tiempo de observarme al espejo, ni sé cuándo ocurrirá, pero espero que suceda pronto. Estoy harto de la maldita humanidad.