viernes, 14 de enero de 2011

Sueño 1

El oráculo me había pedido que esperara en su choza. Era un lugar completamente oscuro, la puerta estaba cubierta por una especie de cobija. Las ventanas estaban cerradas y en los marcos había botellas de todo tipo y guajes que contenían quién sabe qué fluidos. Estaba sentado frente al recipiente donde ardía el carbón y ella del otro lado. Éste estaba debajo de un agujero sobre el techo, el único punto dónde entraba la luz del sol, iluminando intensamente la olla de barro que se hallaba sobre las brazas. El oráculo, una anciana de cabello inusualmente largo, canoso y trenzado, sin dientes, de piel morena y ojos brillantes, con una sonrisa amable y apacible, me pidió que arrojara lo que llevaba en mi mano.

Abrí mi mano y miré. Tenía empuñado un racimo de florecillas rosas con morado, unas hierbitas aromáticas, cabello que al parecer era mío, una lagartija muerta y un pedazo de tela. Los arrojé a la olla. El oráculo comenzó a hablar en un idioma que yo no conocía y movía los brazos al ritmo de sus cánticos. Veía como su cabello se movía y sus ropas largas y pesadas dejaban ver sus flacos y pellejudos brazos alzados al cielo, en dirección al sol. En ése momento, cerré los ojos, pues sabía de alguna manera que lo que estaba ocurriendo merecía mucho respeto. Respiré hondo. En ese momento ella me habló: “Piensa muy bien qué es lo que más quieres, y entonces el camino te será iluminado”. Y pensé… Sinceramente no recuerdo bien en qué estaba pensando, pero el sentimiento era tan fuerte que unas lágrimas se me salieron con los ojos cerrados. En ese momento el oráculo me pidió que abriera los ojos y que la mirara fijamente. De alguna forma que no podía comprender, de la olla que se encontraba sobre las brazas emergía un denso humo blanco que no asfixiaba, al contrario, tenía un olor agradable, como a incienso, pero sin ser incienso.

La miré fijamente a los ojos, lo mejor que podía ver a través de la densa columna que se elevaba hacia la luminosidad del sol. Enfoqué, trate de mirarle los ojos, pero el humo era tan denso que me lo impedía. De pronto, entre el humo y el fuerte sonido del latir de mi corazón, tuve una visión. Mi madre, mi hermana, que de alguna forma ya no estaban conmigo, las vi vestidas de blanco moliendo el maíz en un metate, había un tejaban hecho de palma, sobre la tierra, a la luz del medio día, como lo hacía mi abuela materna. ¿Dónde estaban? Las veía pero no sabía dónde estaban… Y de pronto, mi visión se interrumpió por un estrepitoso grito. Presenté mis respetos al oráculo y salí corriendo de su choza, pues conocía la voz de quién gritaba.

Corrí a toda velocidad de la choza dónde me encontraba. Bajé rápidamente los escalones de carrizo hacia la orilla del río, sin importarme que estuviera descalzo y con una especie de taparrabo. Agudice mí mirada lo más que pude, sabiendo que no serviría de mucho sin mis anteojos. A lo lejos, entre un montón de enajenados religiosos, la vi. Estaba hermosa, como siempre, con un vestido blanco adornado con grecas rojas. Mi novia estaba siendo raptada por unos sujetos vestidos con zarapes de color café claro, o beige. La llevaban cargando y la subieron por la fuerza a uno de sus botes, se alejaron entre la densa vegetación que crecía sobre el río, algo así como un profundo y traicionero manglar. Yo estaba destrozado en llanto, cuando vi que correr no serviría de nada, pues ellos ya estaban lejos.

No sabía dónde podría encontrarla, pero sabía quién si me podría decir dónde conseguir ayuda.

El sol, hermosamente brillante, que se trasminaba por el forraje de las hojas, había sido tapado por densos y enormes nubarrones grises, que dejaron caer una pertinaz lluvia sobre el pueblo. Recuerdo que desde siempre me había gustado ver llover, pero sin mojarme. Cuando mi madre se sentaba conmigo a ver la forma que hacían las gotas al caer en el río, escuchando el rumor del agua que chapoteaba.

Cuando llegué a la choza del oráculo, sin decir una palabra, ella comenzó a hablar y me dijo que fuera en mi búsqueda a conseguir lo que había visto con los ojos de mi corazón. En ése momento yo lo único que quería era recuperarla, pero confié ciegamente en lo que el oráculo me había dicho. Salí entonces de su choza, admirando por última vez el lugar dónde me encontraba.

El pueblo era relativamente grande. Chozas construidas con carrizo y hojas de palma elevadas sobre el río que era tan ancho como 10 avenidas juntas. Éstas estaban comunicadas por una maraña de puentes hechos con sogas y tablas. Algunos puntos tenían escaleras en ángulos inclinados hacía una pequeña isla artificial, sujetada de alguna manera para que no sea arrastrada por el río, dónde había canoas, botes y unos extraños transportes cuyo nombre no puedo recordar. Estos transportes no eran de madera como los otros. Estaban hechos, al parecer, con hojas y troncos similares a los del árbol de plátano. Estaban construidos en dos partes y eran enormes.

El agua, cristalina, corría lenta y peligrosamente debajo de las casitas. El río era tan profundo que no alcanzaba a distinguir el fondo. Las plantas acuáticas se contoneaban con el ritmo de la corriente y los lirios, hermosos, se paseaban de aquí para allá, contradiciendo por completo el sentido de la corriente del agua. Veía abejas, abejas no necesariamente amarillas con franjas negras, sino de todos colores metalizados con las franjas siempre negras. Eran verdes, azules, rojas, rosas, naranjas, amarillas, y todos los demás colores, que volaban al ras del suelo lodoso de las orillas de las islas-muelle.

El aroma que impregnaba el pueblo era húmedo pero tenía un perfume exquisito que no podré olvidar: el perfume de la naturaleza. A las orillas del río crecían ahuehuetes, Árboles tan anchos y altos que resultaba impresionante pensar que no se hallan caído durante más de mil años. Su denso forraje hacía que la luz del sol o la lluvia cayeran de forma suave y amable sobre el pueblo, así nunca pasaban demasiado frío o demasiado calor.
El croar de las ranas, las libélulas, el chapoteo de los peces, los niños, las mujeres… Todo me resultaba tan familiar.

Bajé rápidamente por una escalera hacia una de las islas-muelle y ahí, sin saber por qué, por simple corazonada, desate uno de los extraños transportes que eran construidos en dos partes. El oráculo me gritó desde su choza, me dijo que esos transportes no se navegan con remos, sino con el corazón. Tomé la otra parte del extraño bote y zarpé, no sin antes subir un remo conmigo, por si lo necesitaba.

Una vez sobre él me di cuenta de que no era un bote como yo pensaba, pues no tenía uniones ni otro tipo de manufactura. Era una enorme hoja, una hoja del tipo lanceolada, con la forma de una canoa y tronquitos delgados de algún árbol similar al plátano en los bordes, me dispuse a encerrarme. Tomé la otra parte de la hoja-canoa, que tenía la forma de una especie de caparazón hecho de la misma hoja y con los mismos bordes de tronco flexible y la acomodé sobre mi, era extraordinariamente ligera y lo suficientemente grande como para caber acostado y sentarme.

Así, iba en una especie de cápsula hecha de hojas enormes amarradas con troncos inusualmente flexibles. Recuerdo escuchar el sonido de las gotas de la lluvia sobre la hoja de la cápsula. El transporte era cálido, como si hubiese alguna especie de vapor dentro de él. Tan cómodo estaba, acostado sobre la hoja que era tan delgada como para dejarme sentir el masaje del oleaje del río, que comenzó a darme sueño. Comencé a dormirme, pensando firmemente en lo que vi a través del humo: Mi madre y mi hermana. Y me quedé dormido a la deriva.

Desperté por el calor y la dulce luz verde que me daba en el rostro, cuando abrí los ojos vi que la hoja de la parte superior brillaba con un color verde intenso, supuse que estaba en alguna parte donde no había árboles sobre mí, y era medio día. Cuando quité la parte superior de la cápsula lo primero que miré fue el cielo. Un cielo azul y hermoso se alzaba sobre mí, algunas nubes blancas estaban desperdigadas en lo alto, pero sin tapar el sol. Acomodé la parte superior de la cápsula sobreponiéndola en mismo sentido de la hoja-canoa, quedando así la concavidad de ambas en el mismo sentido.

Estaba navegando sobre un enorme río tapizado con florecillas rosas, de un tamaño tal que cabrían fácilmente tres o 4 en la palma de una mano, similares a las margaritas. Tan denso era el tapetillo de flores, que incluso podría pensar que no había agua debajo de ellas, sino que navegaba sobre ellas. ¿De dónde habían caído? No miraba árboles por ningún lado, solo unos enormes peñascos que se alzaban a mi derecha, y a mi izquierda miraba unos extraños manglares. En la cima de los riscos veía árboles… de ahí caerías todas esas florecillas, supuse. En ese momento, mientras la corriente me arrastraba, miré una bifurcación del río hacía lo profundo de esos riscos. Tomé el remo y comencé a dirigirme hacia ése lugar.

Cuando entré no podía creer lo hermoso que era. Sobre las paredes de aquellos enormes colosos, crecían buganvilias, que formaban un hermoso arco el cual se alzaba sobre mi cabeza. El río, aún tapizado de florecillas rosas, no mostraba ninguna buganvilia. Pensé que ese arco florecía perpetuamente y jamás perdía su flor. Seguí remando hacia el frente, adentrándome cada vez más en ese extraño pero hermoso lugar. El arco de buganvilias seguía frente a mí, sin perder su densidad. El sol se trasminaba por el follaje de dichas plantas, dándole una tonalidad purpúrea e hipnótica. De pronto el arco se había terminado, y mire la luz blanca del sol, una orilla en lo que parecía ser una playa y una casa. Remé con rapidez hacia ese lugar. Cuando salí del arco de buganvilias me encontré en un punto rodeado por el acantilado. Sus enormes paredes corrían de mi derecha a mi izquierda. Navegue hacia el frente para arribar en una playa de arena blanca. Cuando bajé del bote sentí por primera vez en mi vida lo que es tener arena en los pies, “tierra firme” decían mis antepasados. Y en el centro de aquél lugar rodeado por la fortaleza de roca, se encontraba una casa, una casa hecha de adobe y techo de hojas de palma. En el patio, el cual estaba cubierto por un tejaban de hojas y paja, estaba una mujer cocinando a la leña.
Me miro desde lejos y yo me dirigí hacia ella. Camine con cierta inseguridad sobre la tierra, pues era la primera vez que lo hacía, mirando siempre hacia atrás, con el afán de no perder de vista mi hoja-canoa, que se encontraba en la playa.

“No te preocupes”, me gritó la señora, quien vestía de blanco y usaba un enorme rebozo, “Aquí no hay nadie más que pueda venir a robarte”. Me acerqué a ella, y como si me estuviera esperando, tomó un tecomate y me sirvió un poco del guisado que preparaba en la olla de barro. Me senté con ella a comer, en silencio. Me dio tortillas hechas en un comal de barro y salsa en molcajete. Al final, me preguntó qué buscaba. Le conté de mi extraña visión en el humo y me dijo que ella sabía dónde estaba mi madre y mi hermana. Acto seguido se levantó y se dirigió hacia un cuarto de su casa de dónde salió cargando un extraño bote. Corrí a ayudarla y me lo entregó. El transporte era pequeño, tenía toda la forma de una tina de baño, hecha de madera. En la parte trasera un extraño artefacto similar a un berbiquí.

“No te servirá de nada el transporte que usaste para llegar hasta aquí, a donde vas necesitas esto” Me decía mientras caminaba al otro lado de la casa, rodeándola. Ahí miré algo que aun no puedo creer, era otra playa pero no a orilla de un río común, sino un río de arena, un río de arena ligeramente rosada. “Un bote de arena te servirá para viajar sobre ella, pero ten cuidado”. Por curiosidad, sumergí un pie en esa arena rosada, quemaba, como si estuviera muy caliente y me jalaba hacia adentro, rápidamente lo saqué, tomé una roca del suelo y la arrojé, la roca, del tamaño de mi cabeza, se hundió lentamente en la corriente de la arena rosada. Supuse que era de color rosa por la sangre de quienes habían caído en ese río traicionero, quienes fueron molidos lentamente en sus profundidades, lijados hasta los huesos por la corriente de los pequeños granos de arena. Qué muerte más horrible, pensé.

Le dí las gracias a ésa extraña mujer y me subí en el bote de forma rectangular. Tomé el artefacto que estaba detrás y, como una especie de motor impulsor, lo giraba para impulsarme en la dirección que requería. Y así navegue a través de los peñascos, saliendo del lugar en el que estaba, pero ésta ves no por debajo de un arco de flores, sino simplemente con las paredes enormes a mis costados y en lo alto la línea azul del cielo y el quemante sol. Cuando salí de entre los riscos me quedé impresionado. Frente a mi se alzaba, en medio de ese enorme río-desierto de color rosa que corría hacia el horizonte, una extraña ciudad hecha en su totalidad de barro. Me dirigí hacia ella y entré por una de sus avenidas. Era una especie de Venecia, con canales en lugar de callejuelas, y arena en lugar de agua, una arena que corría incesantemente haciendo un sonido que me ponía de nervios. Un implacable sssssssssssssssssssssss inundaba la ciudad, era el sonido de la arena corriendo.

De pronto, el mecanismo que manipulaba para dirigirme se tronó, haciendo que mi mano se rasgara con uno de los fierros del mecanismo. Al no poder girarlo más, la corriente comenzó a arrastrarme, alejándome del muelle hacia dónde me dirigía para subir a la ciudad en la arena. Desesperado, comencé a ver cómo el bote de arena se desbarataba, dejando entrar arena entre las comisuras de las tablas que lo formaban. Miré por accidente las gotas de mi herida caer en el río de arena, la cual las absorbía con una especie de sed maliciosa, tornándose su color rosa un poco más intenso. Sentí miedo, y sin pensar, salé te mi bote hacia el río de arena, sintiendo como me quemaba y me hundía en ella, pataleaba y manoteaba en dirección al muelle, creí que no podría llegar, cuando la arena me llegaba hasta el cuello, pero logre agarrarme de la orilla con la mano herida y me sujete fuertemente, la corriente me jalaba, pero pude agarrarme con las dos manos y por fin salí de ese horrible río de arena. Miré a lo lejos mi bote, que desaparecía lentamente bajo la arena.

Una vez ahí, mire la ciudad. La gente caminaba como si no me hubiera visto. Sentí un poco de coraje al darme cuenta de que nadie quiso ayudarme. De pronto tuve un presentimiento. Comencé a correr por las aceras de ese lugar, pasando por los puentes sobre el río de arena, hasta llegar a un callejón sin salida. Al final de éste, había un jardín con un altar en el centro. Un altar que tenía un nicho, en el cual descansaba un búho de plumas verdes. Cuál fue mi sorpresa al mirar que mientras contemplaba el extraño altar mi hermana se acercó a dejar una ofrenda. Cuando nos miramos me reconoció de inmediato, la abracé con mucha alegría y le bese la mejilla.
“¿Dónde está mamá?”, le pregunté, y ella dijo que vendría pronto.

En seguida le explique a mi hermana lo que había sucedido en mi pueblo, en aquél extraño lugar sobre el agua, dónde habían raptado a mi novia. Ella me dijo que mi madre era el oráculo de aquél espantoso lugar. Cuando me dijo eso no podía creerlo. Seguía sin saber por qué habían ido a ésa ciudad en la arena, pero era algo que podría preguntar después. En ese momento mi madre llegó. Mi hermana se dirigió a ella, diciéndole que yo había venido. Cuando las vi juntas, mi hermana hermosa, vestida de blanco y mi madre, chaparrita, con su mirada siempre tierna y amable, lloré, y corrí a abrazarlas. Le conté a mi madre lo sucedido y toda mi travesía y ella, con gesto serio me dijo que estaba esperando que esto pasara. Tomó un libro de su morral, un libro que cuando abrió, tenía en todas las hojas granos de maíz pegados, de muchos colores, sobre los cuales estaban las letras que formaban su contenido. Ella me dijo que tenía que prender el incienso en el centro del altar, pero que el búho no me dejaría a menos que le demostrara merecerlo.

Mi madre me entregó una hoja seca de milpa, y la encendió. Me acerque al altar y el búho chilló amenazante, sin moverse del montículo de incienso que había bajo sus garras. De alguna forma miré a mi hermana y vi que tenía un alacrán trepado en la mano, lo alejé con un manotazo pero no vi donde cayó. Enseguida un fuerte dolor se apoderó de mi brazo, miré mi mano y vi al alacrán pegado a ella, con el aguijón clavado en mi carne, colgado de su cola, moviendo las patas y las tenazas. El búho alzo el vuelo y se paró en mi brazo, clavando ligeramente sus uñas en él. Agachó la cabeza y se tragó al alacrán. Enseguida prendí el incienso y mi madre comenzó a leer el contenido de su libro. Una columna de humo, similar a la que vi en la ciudad sobre el río, se alzo frente a mí, y miré a través de ella. De nuevo tenía una visión. Era mi padre, a quien extrañaba, en una especie de cueva, junto a mi hermano menor. En ese momento le suplique a mi madre que me ayudara a encontrarlos, que me acompañara, pero me dijo que los poderes de la naturaleza no debían ser usados de esa manera, que la única forma de encontrar a alguien es con el corazón, así como la había encontrado a ella y a mi hermana.

Después me imaginé en una de las ruinas de tlatelolco, contemplando el cielo gris de la ciudad, estaba vestido como normalmente es, Preguntándome qué rayos significaba lo que me había dicho mi madre, y cómo había llegado de la ciudad sobre la arena hasta tlatelolco y, al no encontrar respuesta, desperté.





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Anoche soñé ésto. Me pareció uno de los sueños más realistas que he tenido. No es la primera vez que sueño con los ríos enormes, con las abejitas de colores o con los lugares parecidos a pueblitos de provincia.
Creo que ha sido uno de los mejores sueños que he tenido.
Saludos!!!